lunes, 17 de octubre de 2011

A placer


     Decidimos morir. La vida, con su tenue palpitar, nos había regalado el último fruto de su racimo; la decisión. La voluntad de morir siempre es más fuerte que cualquier razón para despertar un día más. Sobre todo cuando el placer sería la bala en el cráneo, la asfixia en el cuello, la sangre derramada.
     El sol estaba por huir de la luna cuando el viento comenzó a susurrarnos al oído: “Hoy”. Tu mirada estaba más viva que nunca, tus labios jugaban a la sensualidad con los dientes y tu cuerpo coloreaba una ruta a mis manos. La luna salía cual recién nacida. La casa olía a vino añejo. Nos tomamos de la mano sentados en nuestro rincón favorito para despedir al sol y entramos a la casa para recibir a la luna en el balcón. No usábamos palabras, sólo caricias. Subiste al cuarto y tal como acostumbrábamos, yo fui por la última botella de vino al mueble antiguo de maple; ese que nunca tuvo otro nombre, ese que lograba darle al piano más porte, más elegancia, más ganas de gritarnos música. Mientras yo pintaba nuestras copas favoritas con alma de uva, tú prendías la vela y abrías el balcón. Una corriente de aire te lo agradeció y la luna dibujó tu silueta. Brindamos y acto seguido, te besé. Siempre adoré la cata de vino de tus labios. El viejo roble que estaba a nuestra altura nos miraba feliz y sus ramas nos cantaban al oído. Te abracé con la fuerza que te gusta y besé tu cuello. Tomé mi copa de vino y la dejé caer lentamente sobre tu cuerpo para después beberlo. El viento también lo probó y a ti, eso te hizo sonreír. Tus manos estaban más suaves que las nubes. Tus ojos, más brillantes que las luciérnagas. Nuestros labios se encontraban cada que abandonaban el cuello, las mejillas, el pecho. La intensidad de las caricias crecía, como crece la montaña. El olor de tu cuerpo me desvanecía a cada respiro. Las cortinas blancas del balcón se excitaban con el sonido del amor y al viejo roble se le unía una orquesta de encinos. La casa amplificaba tu voz y mis gemidos. La luna me observaba en el reflejo de tus ojos. Mis manos ya no tenían control, tampoco tu cuerpo. La voz se convirtió en gemido, el gemido en grito y el grito en canto. El volumen de la vida subió a su máximo nivel y se unió al acto. Las ventanas golpeaban sin control, la orquesta estaba en su máxima tensión, el viento movía las sabanas empapadas de amor, las cortinas tenían escalofríos y fue entonces. El placer se apoderó de nuestros músculos, de nuestra voz, de nuestra mirada, de nuestra noche. Nos miramos fijamente y descubrimos el orgasmo en nuestras miradas; el orgasmo de la vida. En medio de esa mirada, la cortina dejó de bailar, el roble se fue a dormir, el viento detuvo su silbar y la luna se escondió tras una nube que lloraba. En mi pupila se quedó tatuada tu última mirada. Al mismo tiempo, el placer nos consumió y después de un último aliento de vida, la vela se apagó…
     …el último fruto de su racimo. Cuando el placer fue la última sinfonía del roble, el respiro final de las cortinas, la gota derramada del vino, la decisión de morir.


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