domingo, 30 de octubre de 2011

Medrar



¿Qué esperar del hombre que, para soñar, necesita dormir?

Irradiará nostalgia. Su sudor olerá a tristeza añeja.

Los años le darán peso a sus parpados y su mirada, al despertar, se convertirá en una cotidiana decepción.

Dejará de jugar a los piratas con ramas y a los bomberos con popotes.

Se ausentará el brillo de la luna en sus ojos. No podrá dibujar estrellas con los dedos.

Almacenará una colección de mentiras y muecas olvidadas.

Le estallará, en su cara, la bolsa en donde guarda inocencia. A solas.

Buscará su reflejo en los mares pero, éste, no lo reconocerá.

Evitará involucrarse con los simulacros sentimentales, con los recuerdos.

Olvidará el color de sus ojos, la textura de su piel.

Desayunará política y no encontrará jamás el sabor a miel.

Escuchará palabras y no sentirá la música.

Correrá hacía precipicios. Bajará escaleras.

No llorará. No sonreirá.

Tendrá fobia al abrazo y rechazo al beso.

Su esencia sabrá a manzana podrida. Su mirada incomodará.

Morirá en una caja vacía.

No importará.

México lindo y querido.

     Es cierto. Aún no somos libres; todavía somos esclavos del sistema capitalista, burócrata y absurdamente negligente que, tanto los políticos que criticamos, como nosotros –“el pueblo”-, nos hemos encargado de reproducir con los años de una manera insensata, irracional y absolutamente nula de criterio individual.
     Hace doscientos un años, México no fue libre. El “Grito de Dolores” fue el detonante del inicio de independización ante los ahora campeones mundiales de futbol: España. Estoy de acuerdo con lo siguiente: a 16 de septiembre del 2011, no hay albedrío que celebrar. México, hoy en día, no es dueño de su futuro porque nunca lo fue de su pasado. El territorio nacional está siendo conducido por el mismo piloto mediocre que siempre llega en último lugar “por culpa de las llantas; por culpa del motor”. Un par de centenares de años atrás, la valentía cobró vida en este país para ofrecer democracia, libertad e igualdad a nosotros: la raza. Pareciera que, una vez muertos estos idealistas, el país se quedó en manos de cobardes sin voz, sin ideales, sin amor por si mismos. Se sigue derramando sangre pero ya no hay ideal; se perdió el contacto con la libertad y con la utopía. Vale más que el vecino esté jodido a que yo esté bien.
     Antes de seguir, me gustaría agregar que esto es simplemente un desahogo. No pretendo crear lazos, ni cambiar la situación con mis palabras; para eso, me valgo de mi persona, de mis acciones. No quiero convencer a nadie de olvidar su sentimiento nacionalista, ni de que vivimos en la mierda, ni mucho menos, de que todo esto que menciono, no se pueda cambiar. Sí se puede, y sin armas. Simplemente yo no me siento orgulloso de ser mexicano, le guste a quien le guste. Amo las tradiciones, las costumbres, nuestro patrimonio, pero, ser mexicano, es algo más delicado. Es algo más mediocre que beber tequila en medio de una narcoguerra. Es algo más insensible, más vulgar. También me gustaría dejar en claro que no busco generalizar. Habemos –con todo el descaro de incluirme- también personas que nos preocupamos por tomar de nuevo las riendas de nuestro destino. No tengo el coraje para decir que soy un verdadero conocedor de la cultura mexicana pero, a casi nulos olfateos, la calle huele a miedo. Miedo que ya da asco, que marea. Un miedo descabellado a imaginar un México sin miedo.
     Yo no voy en contra de los festejos nacionales en los que conmemoramos que un cura tocó una campana –aparentemente en busca de un ideal- o que un niño que –ni siendo tan niño- se lanzó por la azotea de un castillo. Me va la fiesta y, de este aspecto de nuestra cultura, sí podría declararme conocedor. Yo no creo que debamos olvidar nuestra historia, al contrario, me parece bien que, por un día, nos demos la tarea de recordarla. Siempre me ha parecido curioso que festejemos el inicio y no la consumación de la independencia. Año tras año me gusta imaginar que lo hacemos de esta manera porque vamos a reanudar la búsqueda de la libertad, de la democracia, de la pubertad nacional –ya que seguimos en pañales-, y del enigma que implica la justicia. Me gustaría poder decir que, conforme pasan los gritos a través del tiempo, cada vez estamos más lejos de ser mexicanos y más cerca de ser todos México. De alguna manera me considero un idealista y, por esta misma razón, defiendo a puño y letra que este país debe de ser educado por soñadores que sean México, y nunca más por mexicanos de hoy.

jueves, 20 de octubre de 2011

El espejo roto



No tengo nada que decir, no tengo nada que entender.
Dejemos la coherencia congelada entre suspiros y arranquémonos la culpa (no sin antes saborearla). Muérdete las uñas, golpea la pared, rompe el espejo. Eso somos; añicos.
Gajos que quieren ser fruto y terminan siendo semillas.
Trizas, pizcas, fragmentos.

Eres yo si no quieres serlo. El que tiene miedo al cielo, terminará volando; viviendo sueño ajeno. Antónimos de sinónimos oníricos.

Miedo a la muerte sólo por ser parte de la vida.
Miedo a decir, sólo por no tener nada que entender.


Dos

     He pensado en buscarte y eso me asfixia. Me da pavor encontrarte; encontrarme. Fumo; como si eso reemplazara lo sublime de tu mirada. Como deseando que, al ver claridad tras la cortina de humo que hay en mi habitación, estés tú, desnuda. Pero no, sólo estoy yo. Y, sin ropa, únicamente está mi alma y el lago de colores oscuros que sale por mis ojos. Cada día te recuerdo menos porque cada día me duele más.
     Decidí dejarte allá, en el cajón del dolor, pero todos los días se abre, y se abre, y se abre. Y ya vas, y ya vienes; intermitente en mí.

lunes, 17 de octubre de 2011

El trovador - Rufino Tamayo

 
Un día, la música me salvó
le debo una
por hacerme pertenecer
por hacerme diferente
guarecerme del desliz
de lo frecuente


Ojalá un día
yo salve
una crónica sin armonía
y con los dedos en el cielo
en las luces de la noche
dibuje melodía


Ojalá un día
la música te salve

Autorretrato en papel


  Estaba yo manejando, subiendo el cerro de Bugambilias, fumando un porro y tomando unas birras con mis dos amigos. Era de noche. Tenía años sin subir ese cerro. Solíamos ir nosotros tres a los terrenos -ahí donde todavía no existían las casas- a fumar y beber hasta el amanecer. Tenía una vista impresionante de noche. Parecía que el cielo llegaba hasta la tierra. Las luces de la ciudad parecían estrellas. A veces, subía yo solo; parqueaba mi Stratus de reversa en la orilla del cerro, abría la cajuela y me sentaba en ella. Algunas ocasiones llevaba unas birras, sólo para mí. Todo dependía de mi intención: ciertos días era para distraerme. Otros, para pensar, recordar.
  Siempre que hablo de mi vida, omito la infancia. Mi madre dice que sí fui feliz. Yo, simplemente, no la veo con claridad. Recuerdo que mi padre estaba sano y los desayunos familiares en domingo, pero, de ahí en más, todo es intermitente. Haber estado allá arriba, en el cerro, durante tantas noches, me hizo pensar sobre quién era. Me hizo reflexionar, me hizo volver a saborear los pequeños placeres de nuevo: caminar, escribir, leer, comer, componer una canción, tocar la guitarra, escuchar la lluvia. Allá arriba, era el único lugar en el que podía percibir mi vida; casi volverla a vivir. Por eso me cuesta tanto hablar de mis recuerdos, siempre son los mismos acá abajo: mi mamá perdió dos hijos, estaba gordo y descubrí la guitarra a los diez años. Nunca he salido de México. Me emborraché a los trece, fumé a los catorce y me drogué a los quince. Si ahora estoy lejos de saber quién soy, antes de ese cerro, lo estaba aún más. El dinero llegó a ser mi religión, no decía lo que pensaba, escuchaba música que mi alma vomitaba. Bueno, hasta llegué a pensar que Carlos Cuauhtemoc Sánchez y Coelho, eran escritores de verdad.
  No me arrepiento de nada de esto. Simplemente lo veo como el acné que me salió en la secundaria: no lo pude evitar, me dejó marcas y, hoy, ya no lo tengo. La verdad es que no me gusta hablar de mi vida, pero puedo decir mucho sobre mí: soy egocéntrico, creo en el amor tanto como creo en el odio, me gusta el sarcasmo y el humor negro, me dan risa los enanos, soy muy lujurioso, me dan curiosidad las armas, tengo miedo a las alturas, no creo en el significado de los sueños, me considero tan creativo como huevón. De un tiempo para acá, quiero llegar a viejo. Me gustan los pantalones rotos con la misma intensidad con la que me gustan los trajes. No creo en la cirrosis, soy cursi, no entiendo el ajedrez y odio con toda mi alma a Ricardo Arjona.
  Supongo que habemos algunas personas a las que la vida nos pasa de largo. Omitimos las imágenes del recuerdo y nos quedamos solos con las sensaciones. Un día, voy a poder subir ese cerro desde mi cama, voy a poder recordar mi infancia y, sin titubear, voy a volverla a vivir.


Juanito


 Era un hombre, sí, un hombre que, de tanto estar bajo el sol, estaba moreno. Se dedicaba a la recolección de latas, desde pequeño soñó con eso. Le decía a su madre “Ama, cuando crezca, voa ser un chingón rejuntando latas”, y su madre le contestaba “Pinche plebe, deje de soñar y póngase a chingarle. Con ese pico y esas latas no va a llegar a ningún lado, además ya está labregón pa’ que se ande con guajiradas”. Luego Juanito –sí, se llamaba Juanito- se iba todo el día con su pico oxidado de color café y de color medio gris, a buscar latas por los suburbios. Regresaba a su casa con su playera interior blanca sin mangas toda aguada, apestosa, y ya medio rota. Se metía a bañar al riachuelo que estaba a quince minutos caminando de su casa. Se metía con todo y guaraches, no le gustaba sentir el lodo en sus pies. Se secaba con el sol del crepúsculo y regresaba a dormir a la casita de adobe que su papá y él habían levantado en un pastizal olvidado por el tiempo y por el hombre.
      Creció, Juanito creció, y ahora le vamos a decir Juan. Ya no sólo recogía latas en los arrabales, también en la ciudad, pues ya le salía pal camión. “¡Juan Lata!”, le gritaban, y lanzaban la hojalata al cielo. Entonces, Juan soltaba con fuerza su pico –que ya no estaba oxidado- y le daba en el centro al bote. Y todos aplaudían, y todos reían, y todos lanzaban. Y Juan, feliz de la vida, regresaba a su casa con montones de sonrisas en sus recuerdos y con montones de recuerdos en su sonrisa. Así, pues, se convirtió en leyenda, mito y tradición ver a Juan lanzar el pico. Las plazas se llenaban, y hasta recuerditos en forma de lanza vendían.
     Ahora, Don Juan, vive en la punta de la privada Diamante, rodeado de lacayos, mujeres, vino y amigos. Se despierta temprano, a las cinco. Sube a la limo y visita los suburbios –no los olvida- donde, día tras día, salen los políticos, empresarios y productores, a dejarle latas en un cuadrito pintado con gis, afuera de cada casita de arcilla. Pasa solo, no le gusta la ayuda. Encaja su pico -que ya es de oro- en las latas, que ya agarra de seis en seis. La prole aplaude y Don Juan agradece.
Es el crepúsculo y Don Juan recuerda a Juanito y a Juan Lata. Ríe y, sin quitarse los guaraches, se mete al lago de la privada.


Uno

     Me lloran los ojos cada vez que pienso en ti. No sé –ni pretendo saber- dónde estás; sólo sigo tu recuerdo. He estado bebiendo café de olla todas las mañanas porque así olía tu cuello. Me va estar triste, le sienta bien a mi hombría. La pesadumbre y el quebrantamiento de mi voz me recuerdan que estoy vivo; afligidamente vivo. Es que contigo me sentía agotado de ser feliz; extrañaba ver la translucidez de la existencia. Ya no había sucesos, sólo quietud.
     Dejo que mi barba crezca desde hace unas dos semanas. Tengo unas ojeras melancólicas y de alguna manera atractivas. ¿Recuerdas que por eso te parecí gallardo? Me da igual ya. Cuando nos encontramos yo estaba demolido, y ahora te dejo porque me siento deshecho. Como te decía, ya da lo mismo.
     Nunca dejé de amarte, dejé de necesitar estar ahí, a tu lado. No me necesitas, ni yo a ti. Éramos más nuestros cuando había desgracia; hay más poema en el desastre.

A placer


     Decidimos morir. La vida, con su tenue palpitar, nos había regalado el último fruto de su racimo; la decisión. La voluntad de morir siempre es más fuerte que cualquier razón para despertar un día más. Sobre todo cuando el placer sería la bala en el cráneo, la asfixia en el cuello, la sangre derramada.
     El sol estaba por huir de la luna cuando el viento comenzó a susurrarnos al oído: “Hoy”. Tu mirada estaba más viva que nunca, tus labios jugaban a la sensualidad con los dientes y tu cuerpo coloreaba una ruta a mis manos. La luna salía cual recién nacida. La casa olía a vino añejo. Nos tomamos de la mano sentados en nuestro rincón favorito para despedir al sol y entramos a la casa para recibir a la luna en el balcón. No usábamos palabras, sólo caricias. Subiste al cuarto y tal como acostumbrábamos, yo fui por la última botella de vino al mueble antiguo de maple; ese que nunca tuvo otro nombre, ese que lograba darle al piano más porte, más elegancia, más ganas de gritarnos música. Mientras yo pintaba nuestras copas favoritas con alma de uva, tú prendías la vela y abrías el balcón. Una corriente de aire te lo agradeció y la luna dibujó tu silueta. Brindamos y acto seguido, te besé. Siempre adoré la cata de vino de tus labios. El viejo roble que estaba a nuestra altura nos miraba feliz y sus ramas nos cantaban al oído. Te abracé con la fuerza que te gusta y besé tu cuello. Tomé mi copa de vino y la dejé caer lentamente sobre tu cuerpo para después beberlo. El viento también lo probó y a ti, eso te hizo sonreír. Tus manos estaban más suaves que las nubes. Tus ojos, más brillantes que las luciérnagas. Nuestros labios se encontraban cada que abandonaban el cuello, las mejillas, el pecho. La intensidad de las caricias crecía, como crece la montaña. El olor de tu cuerpo me desvanecía a cada respiro. Las cortinas blancas del balcón se excitaban con el sonido del amor y al viejo roble se le unía una orquesta de encinos. La casa amplificaba tu voz y mis gemidos. La luna me observaba en el reflejo de tus ojos. Mis manos ya no tenían control, tampoco tu cuerpo. La voz se convirtió en gemido, el gemido en grito y el grito en canto. El volumen de la vida subió a su máximo nivel y se unió al acto. Las ventanas golpeaban sin control, la orquesta estaba en su máxima tensión, el viento movía las sabanas empapadas de amor, las cortinas tenían escalofríos y fue entonces. El placer se apoderó de nuestros músculos, de nuestra voz, de nuestra mirada, de nuestra noche. Nos miramos fijamente y descubrimos el orgasmo en nuestras miradas; el orgasmo de la vida. En medio de esa mirada, la cortina dejó de bailar, el roble se fue a dormir, el viento detuvo su silbar y la luna se escondió tras una nube que lloraba. En mi pupila se quedó tatuada tu última mirada. Al mismo tiempo, el placer nos consumió y después de un último aliento de vida, la vela se apagó…
     …el último fruto de su racimo. Cuando el placer fue la última sinfonía del roble, el respiro final de las cortinas, la gota derramada del vino, la decisión de morir.