sábado, 24 de diciembre de 2011

Sueñan


            Dos viejos amigos. Ambos 65. Uno usa bastón por necesidad, otro por elegancia. Diría Elena Poniatowska que pareciera que mil gallos pisaron sus rostros –o algo así–, dejando huellas de tiempo. Entre risas, recuerdos y poesía pasada que fue su aún existente vida, beben cavernet en copa y fuman carrufo a la Holmes, en una pipa de caoba con injertos de plata. Su físico cansado y añejo delata la edad pero su esencia es traviesa, fresca, tierna, verde. Llevan traje; uno es oscuro y café, sin corbata y con pañuelo, licorera de bolsillo –que dejó de llamarse “pachita” desde sus 45–, reloj de bolsillo y sombrero de Chaplin para ocultar lo deforestada que está ya su cabeza; abunda barba blanca de su rostro. El otro usa saco negro y corbata tinta, reloj de oro blanco en su muñeca, cabello corto, mirada perdida y siempre lleva consigo una cigarrera dorada para su marihuana. ¿Hijos? Nunca. Uno –el del sombrero y pata chueca– se casó por miedo a la soledad y se divorció por terror al compromiso. El otro sólo tuvo aventuras; tiene.
            Festejan a la vida como cada año, como cada semana, como cada minuto. Discuten, beben, fuman, ríen, beben, fuman, se faltan el respeto a gritos o murmullos pero, ¿qué respeto puede existir aún en una relación de 45 años de amistad? “Eres un imbecil, hombre. Te he dicho que no te casaras con esa arpía”, dice el de corbata tranquilo, sólo para molestar. “Ya déjalo, amigo. Han pasado 25 años y la pobre mujer ya ni está. Un día, mientras duermas, te va a jalar las patas, para que se te quite lo cabrón”, dice mientras acaricia su barba larga cual gato vanidoso.
            Las botellas se consumen con la noche y la cigarrera se vacía. La pipa ya no carga más que ceniza, ceniza que vuela con el viento frío de diciembre buscando fundirse por siempre en el aire, en un viaje eterno en el que nunca será más ni menos. La casa huele a colonia de edad, a años. En el rincón más profundo y oscuro de la noche, sus cabezas se vuelven mecedoras y sus párpados columpios. Sin poder vencer a Morfeo, se van. Sueñan que son jóvenes, sueñan que no duermen. Uno de ellos, jamás volverá a despertar.

martes, 13 de diciembre de 2011

Del anonimato al ser.



            Al niño lo crecen las verdades. Hace tiempo que no recurro al arte escrito a manera de reflexión poética porque mi vida está bien: la vida me seduce. Me gusta el desahogo, sin embargo, no me creo pintor de historias; mucho menos, prestamista de sentimiento, de deseo. Me sé apasionado, pero me cuesta el cómo –entenderlo-. Ni en cuerpo ni en vida de un ajeno hubiera sido dichoso. Mi sensación de narcisismo no es más que una nube viajera e intangible que cobra vida -cada que el sol hace brillar mis ojos- ante el esplendor que desborda de la copa vertedora de existencia. La imaginación no tiene límites porque, estupefacta, se descubre a sí misma en cada rincón del ser.
            El púrpura del atardecer,  la tersura de su mano, el platillo humeante cual barco a punto de desaparecer. Las arrugas de la anciana que sólo, cuando niña, logró tener. El sonido del vidrio roto, del paso decidido, del siempre ausente silencio. El arte del olfato; su intención: el recuerdo. El grano de la piedra y la gota que robamos al mar. La ilusoria libertad y sus cadenas de ardor. La verdad que aleja, distrae y mata. La nostalgia.
            Dice Nicanor Parra que sólo tenemos el futuro. Yo, personalmente, añoro un mañana lleno de pasado pleno, un presente sin posterior y un ayer entregado al júbilo.
            Prefiero vivir en la embriaguez  y en el arrebato del alcohol –aparente locura- que en la sordidez de la ilusión colectiva: la franqueza, el desgano, la lógica. Al final, nadie será libre, ni de su propio deseo de serlo. Al final, prefiero ser esclavo del deseo vivo que somos; adicto a sentir.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Paz en la música.

Breve (y hasta cierto punto ambigua) reflexión sobre el músico en México a partir de "El Laberinto de la Soledad" de Octavio Paz.